Lo nuevo necesita otro espacio: Por qué las ideas disruptivas no crecen en la misma sala de juntas

Durante años, las empresas han intentado innovar convocando a sus directivos a sesiones especiales de creatividad dentro de las mismas salas de siempre, con los mismos protocolos, las mismas jerarquías y, en muchos casos, el mismo miedo al error. Sin embargo, cada vez es más claro que las ideas realmente disruptivas rara vez nacen donde las decisiones tradicionales se toman. Las paredes que un día resguardaron la eficiencia y el control, hoy pueden ser las mismas que asfixian el potencial transformador de una organización.

Entender que lo nuevo necesita otro espacio no es una cuestión de estética ni una moda del diseño corporativo. Es una decisión estratégica que puede marcar la diferencia entre una empresa que se adapta al futuro y una que se aferra al pasado. Las ideas que desafían el status quo necesitan entornos que no estén contaminados por los hábitos, los incentivos o las estructuras del negocio actual. No es una cuestión simbólica: es biológica, cultural y profundamente organizacional.

El peso invisible del espacio

La mayoría de las decisiones que una empresa toma están condicionadas, aunque no siempre lo admita, por el entorno en el que se toman. Una sala de juntas tradicional es, en esencia, un espacio de validación jerárquica, donde el objetivo suele ser evitar errores más que explorar posibilidades. Las sillas designadas, las rutinas de presentación, el lenguaje formal y los KPIs proyectados en pantalla crean una atmósfera en la que lo nuevo suele ser percibido como una amenaza, no como una oportunidad.

Este fenómeno tiene raíces profundas. El espacio físico y simbólico de una organización actúa como un espejo de su cultura. Si el lugar donde se toman decisiones está cargado de miedo, control o historia, es muy difícil que ahí surjan preguntas radicales. Nadie quiere desafiar al modelo que paga las nóminas, ni mucho menos poner en jaque a quienes lo representan. Por eso, cuando se intenta pensar el futuro desde los lugares donde se defiende el pasado, el resultado suele ser tímido, seguro y predecible.

Separar los espacios de exploración de los espacios de explotación no es fragmentar a la empresa, es proteger su evolución. La innovación disruptiva necesita autonomía, lenguaje propio y libertad para experimentar sin rendir cuentas inmediatas al Excel. Y eso, por definición, no se logra en la misma sala de siempre.

Casos reales: cuando mover la mesa cambia la visión

Muchas empresas han entendido esto no desde la teoría, sino desde la urgencia. En lugar de intentar transformar desde adentro sus estructuras tradicionales, han creado laboratorios, spin-offs o unidades paralelas que operan en otro lugar, con otro equipo y otro ritmo. Algunos casos lo ilustran con claridad.

Google creó X (antes Google X), su laboratorio de “moonshots” en un edificio alejado del campus principal. Allí se han gestado proyectos tan ambiciosos como los coches autónomos, los globos estratosféricos para llevar internet a zonas remotas y lentes de contacto inteligentes. La lógica era simple: no se podía esperar disrupción si se exigía el mismo formato de reporte, los mismos tiempos de entrega y la misma tolerancia al riesgo.

En Argentina, el banco BBVA creó Open Space, un centro de innovación que no solo tenía otra arquitectura, sino también otra gobernanza. Los emprendedores y equipos que trabajaban ahí no necesitaban autorización del consejo para cada movimiento. Se buscaba validar ideas rápido, sin necesidad de encajarlas en el sistema bancario antes de tiempo.

En México, algunas compañías industriales han comenzado a rentar espacios de coworking alejados de sus plantas, para permitir que sus equipos de innovación se liberen, aunque sea simbólicamente, del ruido de la operación diaria. No se trata de moda o de una sala con puffs, sino de crear contextos donde no estén presentes ni los jefes de siempre ni los procesos de siempre.

Todos estos casos revelan una verdad incómoda: muchas veces, para pensar diferente, hay que estar en otro lugar. Literalmente.

Espacio físico vs. espacio cultural

Es cierto que cambiar de oficina no garantiza innovación. De nada sirve mover un equipo a un edificio nuevo si lo único que se traslada son las viejas costumbres. Por eso, tan importante como el espacio físico es el espacio simbólico. Se trata de crear nuevas reglas de juego, nuevos marcos mentales y, en muchos casos, nuevas formas de medir el éxito.

En el mundo tradicional, el éxito se mide por la estabilidad, la eficiencia y la rentabilidad a corto plazo. En el mundo de la innovación, se mide por la validación, el aprendizaje y la capacidad de iteración. Pretender que un equipo logre disrupción reportando a la misma cadena de mando que gestiona la operación diaria es, en muchos casos, una receta para la frustración.

Por eso, algunas empresas que lanzan nuevas divisiones optan por no usar el nombre original, por trabajar en oficinas separadas, por contratar talento externo sin experiencia corporativa o por adoptar sistemas de evaluación distintos. Son decisiones que buscan proteger el ADN explorador de los anticuerpos que suelen activarse cuando algo nuevo desafía lo establecido.

Sin embargo, esto no significa romper con la empresa madre. De hecho, los equipos más exitosos son aquellos que encuentran puentes con el core business, pero sin sacrificar su autonomía. La clave está en tener patrocinadores internos que protejan el proyecto, líderes que actúen como traductores culturales y mecanismos de gobernanza que permitan coexistencia sin conflicto.

Las ideas no son suficientes: lo que necesita un espacio disruptivo

Tener una buena idea es solo el inicio. Para que una iniciativa disruptiva tenga alguna posibilidad de sobrevivir, necesita un entorno que la alimente. Ese entorno se construye desde varios frentes.

Primero, necesita tiempo. Las ideas que buscan cambiar una industria no pueden rendir cuentas como si fueran campañas de marketing trimestrales. Necesitan ciclos más largos, espacio para fallar y la posibilidad de redefinir sus metas sin ser castigadas por ello.

Segundo, necesitan lenguaje. En muchos casos, los términos tradicionales de la empresa no alcanzan para describir lo que se está intentando. Por eso, los equipos disruptivos suelen inventar nuevos conceptos, cambiar nombres o incluso rediseñar sus propias métricas. Esto no es cosmética: es parte del proceso de construir una identidad que no se someta al molde existente.

Tercero, necesitan validación externa. Muchas veces, la legitimidad de una idea disruptiva no viene del consejo directivo, sino del mercado, de los usuarios o de otros emprendedores. Por eso, los equipos innovadores deben estar expuestos a otras redes, otros referentes y otros contextos.

Y cuarto, necesitan seguridad psicológica. Es decir, la posibilidad real de equivocarse sin represalias, de cuestionar lo establecido sin miedo y de tomar decisiones con intuición, no solo con datos pasados. Esta seguridad no se decreta: se construye a través de liderazgo empático, estructuras horizontales y una cultura donde el error se ve como parte del proceso.

¿Y si no puedes crear otro lugar?

No todas las empresas tienen el presupuesto o el tamaño para abrir un laboratorio de innovación, rentar oficinas en otro edificio o lanzar una nueva marca desde cero. Pero eso no significa que no puedan crear espacios simbólicos dentro de su organización.

A veces, basta con crear un “proyecto sandbox”, es decir, una iniciativa que, aunque esté dentro de la empresa, opera bajo otras reglas. Puede reunirse en un horario distinto, trabajar con metodologías ágiles, reportar a un comité específico o incluso estar exento temporalmente de ciertos procesos. Lo importante es que el equipo sienta que tiene permiso real para pensar diferente.

También se puede crear un espacio temporal: una semana al mes, un equipo se aísla para prototipar soluciones. O un ciclo de tres meses donde se testean ideas sin necesidad de autorización formal. O una dinámica de liderazgo donde los jefes se convierten en mentores, no en evaluadores.

El principio es siempre el mismo: lo nuevo necesita condiciones distintas para crecer. Y esas condiciones pueden crearse con decisión más que con presupuesto.

Cuando lo nuevo contagia lo viejo

Una de las razones por las que muchas empresas temen crear espacios separados es el miedo a la fragmentación. Temen que el nuevo equipo se sienta “mejor” que el resto, que haya rivalidad o desconexión cultural. Pero esto solo ocurre cuando no se construyen puentes.

Los espacios de innovación deben entenderse como exploradores del futuro, no como críticos del presente. Y la empresa madre debe verlos como sensores de cambio, no como amenazas al status quo. Cuando hay diálogo, respeto y liderazgo, lo nuevo no divide: inspira.

De hecho, muchas veces el mayor valor de estas células innovadoras no es el producto que crean, sino la transformación cultural que provocan. Muestran otras formas de trabajar, de decidir, de relacionarse con el cliente. Y poco a poco, esa energía empieza a permear al resto de la organización.

Pero para que eso ocurra, lo nuevo debe crecer sin ser juzgado por los estándares del pasado. Debe tener su espacio. Su lenguaje. Su lógica. Solo así podrá convertirse, con el tiempo, en parte del todo.

Conclusión: las ideas no caben en cualquier lugar

Toda empresa que quiera construir el futuro tiene que entender una verdad incómoda: las ideas disruptivas no caben en cualquier sala. Necesitan otros lugares. Lugares donde el miedo no sea la emoción dominante. Donde la jerarquía no dicte lo que se puede decir. Donde equivocarse no sea el fin del camino, sino una parte esencial del trayecto.

Crear espacios distintos para lo nuevo no es un lujo. Es una necesidad estratégica. Es entender que la innovación no es solo un departamento ni una etiqueta en la misión corporativa. Es un proceso vivo que necesita condiciones reales para florecer.

Y esas condiciones, muchas veces, empiezan por moverse de lugar.

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