En los primeros pasos de una startup, es tentador pensar que lo que al fundador le gusta, le molesta o le emociona automáticamente representa al mercado. Se diseña la interfaz como él la usaría, se escribe el pitch con su voz y se priorizan funciones que a él le parecen «evidentes». El problema es que esa lógica, aunque cómoda, es peligrosa. Peter Drucker, el padre del management moderno, advirtió durante décadas que el negocio no existe para satisfacer al fundador, sino al cliente. Y esa simple verdad puede ser la vacuna más poderosa contra el sesgo que arruina empresas desde dentro.

1. El ego como enemigo silencioso
Drucker lo dijo con claridad demoledora: «El propósito de un negocio es crear un cliente». No ganar premios de diseño. No aparecer en TechCrunch. No complacer al fundador. Esa idea, que parece obvia, se olvida con sorprendente frecuencia, especialmente en las fases iniciales de una startup, cuando el fundador aún tiene control absoluto y nadie se atreve a desafiar sus ideas.
La consecuencia es peligrosa: el fundador se convierte en su propio grupo focal, su propio equipo de producto y su propio usuario objetivo. En lugar de escuchar al mercado, se escucha a sí mismo. En lugar de validar hipótesis, las afirma sin pruebas. Y sin darse cuenta, empieza a construir un producto para una sola persona: él mismo.
Drucker jamás usó la palabra «ego» como tal, pero toda su obra está impregnada de advertencias contra la autocomplacencia. En su visión, el management no es una plataforma de expresión personal, sino una herramienta de servicio. Cuando un fundador confunde su intuición con validación de mercado, está elevando su ego por encima de la misión del negocio.
Este sesgo del fundador es especialmente común entre perfiles técnicos o creativos que tienen una visión fuerte. Creen que el mundo quiere lo que ellos quieren. Pero como Drucker diría, «no importa lo que usted piense que es de valor; lo único que importa es lo que el cliente percibe como valor». Esa distancia entre percepción interna y realidad externa puede ser letal.
2. Construir con el cliente, no para el cliente
Para Drucker, el conocimiento útil viene de observar al cliente en su contexto, no de proyectarse sobre él. Recomendaba salir de la oficina, ver cómo los productos se usan en la vida real, hacer preguntas incómodas y tener la humildad de descubrir que muchas veces el cliente usa el producto de una forma completamente diferente a como fue diseñado.
Eso exige soltar la narrativa de genio fundador. En su lugar, se requiere adoptar la mentalidad de aprendiz. «¿Qué está tratando de resolver mi cliente? ¿Qué dificultades enfrenta? ¿Qué decisiones toma antes y después de usar mi producto?». Estas preguntas, más que cualquier focus group, pueden realinear la brújula de una startup.
Muchas startups con ideas brillantes han fallado por ignorar al cliente. El caso clásico es Juicero: una máquina de jugos «inteligente» que costaba cientos de dólares y que exprimía sobres prefabricados… los cuales se podían exprimir con la mano. Su fracaso no fue técnico. Fue una desconexión total entre el producto que el fundador consideraba revolucionario y la percepción del cliente real.
Lo mismo le ocurrió a Google Glass. Aunque era una maravilla de ingeniería, ignoró por completo la incomodidad social que generaba. Se diseñó para entusiastas tecnológicos sin considerar cómo se sentiría el resto del mundo frente a alguien con una cámara permanente en los ojos.
En ambos casos, los fundadores amaban sus ideas. Pero no eran los clientes.
Drucker no era partidario de que el cliente diseñara el producto, pero sí de que el producto se diseñara con el cliente en mente. La diferencia es sutil pero profunda. El fundador no debe ser un servidor obediente del capricho del mercado, sino un observador agudo que traduce necesidades reales en soluciones viables.
Eso requiere procesos de validación temprana, entrevistas reales, prototipos funcionales y una apertura constante a ser refutado. El verdadero fundador centrado en el cliente no teme que su idea inicial se transforme; más bien, lo espera. Porque entiende que su éxito no está en tener razón, sino en crear algo que otros valoren lo suficiente como para pagar por ello.
3. Ceder el centro del escenario
Otra forma en la que Drucker salva del sesgo fundador es su insistencia en medir lo que importa. «Lo que no se mide, no se puede mejorar». En startups, muchas veces se miden visitas al sitio, seguidores en redes o descargas de la app. Pero esas métricas pueden inflar el ego sin reflejar valor real.
El verdadero antídoto está en métricas centradas en el cliente: ¿cuántos lo usan con frecuencia?, ¿cuántos pagan?, ¿cuántos lo recomiendan? Si esas cifras no crecen, el fundador debe tener el coraje de admitir que el producto aún no resuelve un problema importante. Y eso duele, sobre todo cuando se ha invertido tiempo, esfuerzo y reputación. Pero como Drucker diría: el mercado no tiene obligación de aceptar tu visión. Tu obligación es servirlo.
Para Drucker, los mejores líderes no eran los más brillantes, sino los más humildes. No en el sentido de modestia superficial, sino en su capacidad de aceptar que el mundo es más complejo que sus propias ideas. Un fundador humilde no reacciona mal cuando un usuario no entiende su interfaz. No desprecia a los clientes que «no lo ven». Al contrario: busca aprender por qué.
Una trampa común para los fundadores es usar su empresa como una extensión de su identidad. Pero Drucker insistía en que una empresa es un instrumento social: existe para crear valor en otros, no para reafirmar al que la fundó. Esa distinción es clave.
Cuando una startup se convierte en un espejo del ego del fundador, se vuelve rígida. Rechaza el feedback. Penaliza la disidencia. Se enfoca más en defender una visión que en adaptarse a una realidad. Por el contrario, cuando se ve como instrumento, puede mutar sin drama. Puede admitir que el mercado cambió, que la idea original ya no funciona, que hay que pivotar. Y todo eso sin que el fundador lo sienta como una derrota personal.
Drucker proponía hacer una distinción radical entre lo que el negocio cree que vende y lo que el cliente realmente compra. Una ferretería no vende clavos: vende la promesa de que algo va a quedar bien colgado. Una aplicación no vende funciones: vende tranquilidad, comodidad, estatus o tiempo ahorrado.
El fundador atrapado en su sesgo suele describir su producto en términos técnicos. Pero el cliente piensa en términos emocionales y funcionales. «¿Esto me sirve? ¿Esto me ayuda? ¿Esto me importa?». Comprender esa brecha puede transformar una startup de irrelevante a indispensable.
Peter Drucker nos recuerda, con elegancia brutal, que el negocio no gira en torno al fundador. El cliente es el protagonista. Y el trabajo del fundador es entenderlo, servirlo y adaptarse a él. Eso no implica renunciar a la visión, pero sí subordinarla al impacto.
Para el fundador que escucha solo su voz, Drucker es una sacudida. Un llamado a mirar hacia afuera. A soltar el control como sinónimo de éxito. A aceptar que el mercado es juez y maestro, no público aplaudidor.
El cliente no eres tú. Y entender eso puede salvar tu startup. Pero sobre todo, puede salvarte a ti de convertirte en el obstáculo principal para tu propio crecimiento.